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Hola Dios. Soy conciente, y creo que usted también, que si existiera un índice o un medidor de tolerancia, los argentinos romperíamos récords, pero de insuficiencia. Y no pretendo hacerle un discurso moralista o una exposición de buenos valores en contraposición a los malos valores, como podría ser la intolerancia. Para eso ya existe la Biblia. Por lo tanto solo quiero descargar en su oído omnipresente, mi sentimiento de molestia hacia lo extremista que son los argentinos a la hora de tomar alguna medida concreta.
El mejor ejemplo de lo que le estaba diciendo, lo padecimos hace menos de un mes, con frecuentes cortes de calles, disturbios en algunas líneas de subte y hasta tomas de colegios, por parte de estudiantes secundarios. La movilización era una forma de protesta contra la política de otorgamiento de becas, impulsada por Mauricio Macri. El actual jefe de gobierno porteño, que sigue manejando una gestión desgraciadamente conductista, por ensayo-error, más acorde a una empresa que a una ciudad, hizo un recorte importante de becas, de las cuales - las que quedan por supuesto -, serán entregadas a “quien realmente lo necesita”. Un criterio demasiado ambiguo y muy discutible sobre el que se basó el Gobierno de la ciudad de Buenos Aires para esta nueva implementación.
Los afectados directos por la medida en cuestión, los estudiantes, (en el sentido genérico de la palabra), ante la nefasta noticia del acortamiento de una educación con ya serios problemas, salieron cual señor feudal, cual “piquetero” a tomar control de la tierra y entorpecer la vida cotidiana de miles de argentinos. Se optó por el plan de lucha más reduccionista, más extremo, el que afecta a los menos afectados por la causa. El que debió considerarse como última opción.
Cuando se toman decisiones sobre la vida de un tercero, uno se apropia de derechos ilegítimos que dan una falsa sensación de legítimo poder; la cual enturbia aún más la racionalidad, estimula a los puños y excita a la lengua. En las calles se rayaron autos y se rompió la vía pública. Se llegó a pedirle documentación a un médico que tenía que salvar una vida como condición de acceso, desde un pedestal autoritario que causaba escalofríos. En Congreso se entonaron cánticos que comparaban a la actual gestión con el nazismo, y se trató a Macri como un dictador setentista. ¡Se lo comparó con un gobierno que usaba como política nacional el secuestro, la tortura y la desaparición sistemática de personas! ¿Hasta qué punto caben las comparaciones y con qué criterios se efectúan Dios?
Sinceramente, no canso de asombrarme de lo mal que se manejan algunos temas imprescindibles para el crecimiento de un país, como es en este caso, la educación. No hay límites para los impulsos. Lejos estamos de la concepción de “hacer política”, que toma como pilares, el consenso, el diálogo y el respeto ante todo. En tanto y en cuanto sigamos cultivando y esparciendo la intolerancia. Dándole lugar y naturalizando catalogaciones que marcan estúpidas diferencias como el “negro” y el “blanco”, el “argentino” y el “bolita”, el que tiene plata y el que no. De esa manera estamos obviando un concepto fundamental para la organización de un país. Por el que tanto lucharon Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, entre no muchos otros: una democracia sustentada por la igualdad. Amén.
El mejor ejemplo de lo que le estaba diciendo, lo padecimos hace menos de un mes, con frecuentes cortes de calles, disturbios en algunas líneas de subte y hasta tomas de colegios, por parte de estudiantes secundarios. La movilización era una forma de protesta contra la política de otorgamiento de becas, impulsada por Mauricio Macri. El actual jefe de gobierno porteño, que sigue manejando una gestión desgraciadamente conductista, por ensayo-error, más acorde a una empresa que a una ciudad, hizo un recorte importante de becas, de las cuales - las que quedan por supuesto -, serán entregadas a “quien realmente lo necesita”. Un criterio demasiado ambiguo y muy discutible sobre el que se basó el Gobierno de la ciudad de Buenos Aires para esta nueva implementación.
Los afectados directos por la medida en cuestión, los estudiantes, (en el sentido genérico de la palabra), ante la nefasta noticia del acortamiento de una educación con ya serios problemas, salieron cual señor feudal, cual “piquetero” a tomar control de la tierra y entorpecer la vida cotidiana de miles de argentinos. Se optó por el plan de lucha más reduccionista, más extremo, el que afecta a los menos afectados por la causa. El que debió considerarse como última opción.
Cuando se toman decisiones sobre la vida de un tercero, uno se apropia de derechos ilegítimos que dan una falsa sensación de legítimo poder; la cual enturbia aún más la racionalidad, estimula a los puños y excita a la lengua. En las calles se rayaron autos y se rompió la vía pública. Se llegó a pedirle documentación a un médico que tenía que salvar una vida como condición de acceso, desde un pedestal autoritario que causaba escalofríos. En Congreso se entonaron cánticos que comparaban a la actual gestión con el nazismo, y se trató a Macri como un dictador setentista. ¡Se lo comparó con un gobierno que usaba como política nacional el secuestro, la tortura y la desaparición sistemática de personas! ¿Hasta qué punto caben las comparaciones y con qué criterios se efectúan Dios?
Sinceramente, no canso de asombrarme de lo mal que se manejan algunos temas imprescindibles para el crecimiento de un país, como es en este caso, la educación. No hay límites para los impulsos. Lejos estamos de la concepción de “hacer política”, que toma como pilares, el consenso, el diálogo y el respeto ante todo. En tanto y en cuanto sigamos cultivando y esparciendo la intolerancia. Dándole lugar y naturalizando catalogaciones que marcan estúpidas diferencias como el “negro” y el “blanco”, el “argentino” y el “bolita”, el que tiene plata y el que no. De esa manera estamos obviando un concepto fundamental para la organización de un país. Por el que tanto lucharon Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, entre no muchos otros: una democracia sustentada por la igualdad. Amén.
Por Bruno M. Bordonaba